A diez años del Informe Final
de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, aun es muchísimo lo que nos falta
en materia de reconocimiento de hechos y responsabilidades, reparaciones y reconciliación.
El país, y en Lima se siente muy especialmente, hay mucha polarización en torno
a lo ocurrido y al contenido del Informe.
Ahora bien, lo más importante,
entiendo yo, no es necesariamente el contenido desgranado ni las cifras del
Informe. No cabe duda que estos datos son elementos importantes de la verdad que el Informe narra, pero más importante me parece la lectura que nos propone y, sobre todo,
la carga que nos impone. Bien visto, la historia y la justicia se encargarán de precisar
los datos y las cuentas pendientes; más allá de ello, lo realmente importante es comprender bien este
episodio de nuestra historia reciente, con la finalidad de sanar nuestras heridas, pero, principalmente, para poder verlas claramente y reconocer el daño que entre peruanos nos pudimos hacer.
El Informe debió hacernos
sentir de luto, tras un episodio tristísimo y desgarrador. Murieron demasiados
y, no obstante ello, por mucho tiempo –sobre todo en Lima– miramos hacia otro lado, como si no fueran todos nuestros muertos. Ni siquiera hemos sido capaces de discutir y menos reconocer con claridad las causas
(socio-económicas, culturales, ideológicas) que fueron caldo de cultivo para esta
desgracia. En vez de trabajar para superar tales causas, unidos como un solo puño,
aceptando nuestros errores y deudas, hemos preferido escarbar en la metodología
para el cálculo de víctimas, en el honor de un cardenal que habría dicho que
los derechos son una cojudez, en la nomenclatura "conflicto armado", en si los terroristas o las fuerzas del orden
mataron más...
Que no se me malentienda: yo
quiero que la verdad sea hallada y dicha; sin embargo, me duele profundamente que el principal tema de discusión no sea cuánto hemos mejorado como sociedad o, mejor aun, si la verdad que sí
es evidente para todos –que venimos incumpliendo la promesa de una república inclusiva– finalmente ha facilitado o no que nos encontremos en un enorme abrazo colectivo, que aunque no nos reconcilie en el corto plazo, por lo menos nos permita trabajar
codo a codo en lo importante y, más todavía, en lo urgente.
Pero el tema que quería traer a colación no era principalmente el de la CVR y su Informe. Mi interés en realidad es escribir sobre Ayacucho y, más específicamente sobre Huamanga, pasado estos diez años desde el Informe.
Hace muy poco viajamos con mi
esposa a Huamanga
y sus alrededores. Como debe ocurrirnos a muchos, desde Lima creía que Ayacucho era una ciudad desolada y triste, como se ve en
las fotos y documentales que tratan sobre la insana violencia de las décadas
pasadas. Ciertamente, el significado de Ayacucho como “rincón de los muertos” aporta bastante a esta idea de ciudad fantasma que, desde la lejanía e ignorancia,
muchos tenemos (o teníamos) sobre ella.
Pero la verdad es que
Ayacucho, y sobre todo su capital Huamanga –que los limeños solemos confundir,
como si fueran lo mismo–, son, por el contrario, pura vida y creación. Diez
años después del mencionado Informe, Ayacucho es una región que, pese a todo –aún hay casas deshabitadas y es durísima la sensación que queda al visitar al museo de
la memoria– irradia sana alegría y contagia sus ganas de avanzar.
Me sorprendió mucho que, a
diferencia de otras ciudades que se modernizan negando su pasado, en
Huamanga los jóvenes danzan sus canciones tradicionales por las calles, con inmensa alegría y una espontaneidad totalmente contagiosa. Por su parte, el mercado artesanal, a diferencia de los
demás mercados del Perú (donde se vende siempre lo mismo, aunque no sea local: llaveros de mármol, mates burilados, tumis de bronce, cerámicas de Chulucanas, bordados
arequipeños, etc.) en Ayacucho cada puesto es un derroche de arte y singularidad. Los
retablos, las esculturas en piedra de Huamanga, las cerámicas y los tejidos tienen, puesto
por puesto, estilos diferentes y bastante marcados, todos muy ayacuchanos, todos tremendamente
impresionantes. Si bien la música local (en especial la guitarra ayacuchana) se hace extrañar en los locales nocturnos, el lugar que felizmente encontramos era una
muestra generosa del arte y sentimiento de la sierra.
En suma, siento que Ayacucho
ha vivido su luto (y seguramente lo seguirá viviendo), pero que, al mismo
tiempo, ha hecho su tarea. Que en estos años sus ciudadanos se han reconocido y reconciliado con su esencia (por eso Ayacucho no es más “rincón de muertos”, sino más bien “morada de almas”).
Que los ayacuchanos asumen su historia y, a la vez, están escribiendo una nueva. Ayacucho para
mí ha sido una lección de paz y de empeño, pese al tremendo dolor padecido. A
diferencia de lo que me ocurrió ayer, al ver lo que se iba publicando en el Facebook sobre los diez años del Informe Final, tras conocer Ayacucho mi fe
en el Perú sí se volvió más fuerte.